El folklórico balompié uruguayo permite cosas que solo se podrían hacer acá, como estacionar el auto en la calle aledaña, caminar no más de cincuenta metros, y entrar a un estadio pequeño para ver un partido de Primera División; antes que eso hubo que adquirir la entrada a la única persona encargada para eso (para la hinchada visitante), y posteriormente mostrarla a los que vigilan el acceso, para luego sí atravesar un colorido portón de hierro gastado y adentrarse en el cemento de las ‘tribunas’.
Por Ionatan Was
Una vez allí, de un lado se puede apreciar el perfecto campo de juego -ese sí, de primer mundo-, y del otro, donde alguna vez fue puro césped, seis filas de tribunas prefabricadas que recorrían prácticamente todo el largo de la cancha, apenas ‘cortadas’ por un acceso (de cemento también) a la calle en medio de ellas. Como fondo de tribuna, se lee perfectamente la leyenda "Aquí nació el fútbol uruguayo – 15 de agosto de 1910", con fondo negro y letras color celeste, en homenaje justamente a la camiseta de este último color.
La gente va llegando sobre la hora al juego; una rápida recorrida por la tribuna ocupada permite notar que en el acceso antes mencionado hay dos portones que permiten -eventualmente- la entrada y salida de vehículos: el primero forma parte del perímetro del campo de juego, y el segundo del perímetro del estadio, habiendo una separación de unos quince metros entre ambos. El segundo portón naturalmente que da a una calle del barrio, y es utilizado por tres o cuatro hombres de tez curtida (de alguna noche larga será) para observar el partido sin pagar entrada. Pero tendrán poca suerte: casi enseguida llegan las fuerzas del orden para impedir que nadie pueda siquiera ver nada por lo que no pagó, aunque esté del lado de afuera.
Y salen los equipos a la cancha: uno, el local, de oscuro, y el otro todo de blanco. No pasan muchos minutos para que ambos muestren cómo viene la mano: los oscuros buscando desesperadamente a su gran goleador, el número nueve, mientras que la visita con un juego más coordinado entre sus players. Entonces no extraña que estos últimos se pongan en ventaja; unos minutos después se lesiona grave uno de los ellos. La camilla brilla por su ausencia, y un suplente visitante trae a las apuradas lo que parecería ser una. En la tribuna, quien fuera el último presidente de este club, sentado casi al lado de quien escribe, fuma nervioso algún cigarrillo, y por momentos hasta se olvida de su anterior investidura y grita como cualquier hincha. Antes, había invitado a ronda de café a sus correligionarios más próximos (no le aceptaron la oferta), con quienes comentaba animadamente cada jugada.
Pita el árbitro el final de la primera parte. Aunque antes hubo dos goles más, uno por cada lado: primero la visita, gracias a un error del fluorescente guardavalla local, y luego el descuento -tras penal errado- del mencionado número nueve, ¿quién más si no? El entretiempo es aprovechado por los simpatizantes locales -muchos de ellos- para cambiar de tribuna y hacer de la hinchada una sola: entonces sí se harán notar. El portón de acceso está vigilado por un joven, y afuera la paz del barrio es más que palpable; solo es interrumpida si acaso por las charlas entre ‘los que cuidan los autos’ y por dos chiquilines que se acercan y preguntan ‘¿quién juega?’. Empieza el segundo tiempo, y el empate local del rubio IX parece que hace seguir de largo a los que llaman ‘los negros’. Pero no, un cambio de la visita (entre defensas) modifica por completo el partido. Eso masculla la tribuna, y ya sabemos, la tribuna siempre tiene razón. Al final ganaron los blancos gracias a un gol en contra. Termina el partido en paz, y el sol que recién se asoma cuando todos se van.
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